historias de vida
Radowitsky, el anarquista ucraniano que logró fugarse de la cárcel del Fin del Mundo
Todavía era menor de edad cuando vengó la muerte de decenas de compañeros caídos en la represión de la Semana Roja, al colocar una bomba en el carruaje del coronel Ramón Falcón. Esa acción le significó dos décadas en el penal de Ushuaia de la que se evadió vestido de carcelero.
El coronel Ramón Lorenzo Falcón, quien comandaba la Policía de la Capital, era un hombre chapado a la antigua. Tanto es así que, en vez de usar alguno de los diez Ford T que acababa de adquirir la fuerza, prefería desplazarse a bordo de un viejo coche Milord tirado por dos caballos.
Así se trasladaba durante el caluroso mediodía del 14 de noviembre de 1909. Venía por la calle Quintana con su secretario privado, Juan Lartigau, del funeral de un comisario en el cementerio de la Recoleta. No suponía que, unas horas después, ambos regresarían allí, pero ya en sendos trajes de madera.
En este punto es necesario retroceder seis meses y medio; exactamente, a la mañana del 1 de mayo.
Aquel día, con el propósito de homenajear a los “Mártires de Chicago”, la Plaza Lorea, frente al Palacio del Congreso, lucía colmada de anarquistas.
El coronel Falcón los observaba con binoculares desde su carruaje. A los 54 años, el tipo acarreaba un currículum multifacético: veterano de la Campaña del Desierto y exdiputado nacional, además de haber sido uno de los fundadores del club Gimnasia y Esgrima de La Plata.
Durante la mañana de ese sábado, desplegó unos 150 mastines humanos del Escuadrón de Seguridad, y otro centenar del Cuerpo de Caballería. Todos armados hasta los dientes. Los oficiales al mando de la tropa aguardaban que Falcón simplemente parpadeara para entrar en acción.
El acto se desarrollaba con normalidad. El coronel parecía disfrutar de lo que decían los oradores. De hecho, ese individuo delgado, de mirada gélida, con pómulos marcados y mostacho con medio rulo hacia arriba en las puntas, exhibía una sonrisa cargada de soberbia. ¿Acaso era consciente de estar a un solo milímetro de convertirse en el primer represor argentino del siglo XX?
Recién entonces, por cierto, parpadeó. La embestida policial sobre la multitud fue impiadosa: a sablazo limpio los de la caballería, y a tiros de fusil los uniformados de a pie.
En aquella ocasión hubo 14 muertos y 109 heridos, desparramados en las inmediaciones de la calle Solís y la Avenida de Mayo.
Al cabo de la faena, Falcón consultó su reloj de bolsillo.
Semejante gesto fue captado por los ojos de un manifestante, y jamás se le borró de sus retinas. Era un muchacho alto, muy delgado, con un bigotito ralo y mandíbula prominente. Tenía 17 años.
Aquel fue el comienzo de la “Semana Roja”, llamada así por la prensa a raíz de su profusión sangrienta.
El siguiente capítulo, en medio de una huelga general que supo paralizar al país, ocurrió el 4 de mayo, cuando unos 60 mil manifestantes acudieron a la Morgue Judicial –para reclamar la entrega de los cadáveres– y, horas después, al cementerio de la Chacarita, donde fueron atacados nuevamente por la horda policial. Ese martes hubo un saldo indeterminado de muertos y heridos.
El coronel observaba la masacre desde su carruaje, como quien fiscaliza una prueba de tiro al blanco. Tal imagen también quedó grabada en los ojos del muchacho de bigote ralo. Su nombre: Simón Radowitsky. En este punto es necesario retornar al 14 de noviembre.
Efeméride para un verdugo
Al clarear ese día, Radowitsky manipulaba un pequeño artefacto, al que luego envolvió con papel madera e hilo sisal.
Tal vez en aquel momento pensara que no saldría bien librado del acto que estaba por perpetrar.
Y es posible que entonces desfilaran ante él algunas postales de su breve vida: su niñez en el seno de una familia judía del pueblo ucraniano de Ekaterinoslav (que por entonces pertenecía al Imperio Ruso); su primer trabajo, a los 14 años, como obrero en una metalúrgica; su despertar político influenciado por los textos de Bakunin; sus meses de convalecencia al ser herido en una protesta por un sable cosaco; sus semanas de prisión tras ser arrestado por la policía zarista; sus días en la efímera revolución de 1905, y su exilio en Argentina para no terminar en Siberia.
Desde su arribo a Buenos Aires habían transcurrido menos de dos años.
A media mañana se lo vio salir del conventillo que habitaba en la calle Andes 394, y tomó un tranvía hasta la esquina de Posadas y Callao. En el Panteón Policial del cementerio de la Recoleta se desarrollaba el funeral del subordinado de Falcón. Éste lo despidió con emotivas palabras.
Radowitsky escrutaba la escena a la distancia. Ya eran las 12:00 cuando Falcón y Lartigau abordaron el carruaje, que abandonó el camposanto. Ellos conversaban animadamente. Tan animadamente, que no llegaron a advertir la súbita aparición de esa silueta vestida de negro, justo en la esquina de Quintana y Callao.
El paquete que arrojó Radowitsky fue a parar al piso del coche, entre las piernas de Falcón. Eso sí lo llegó a advertir. Pero sin tiempo de reaccionar.
La explosión partió el rodado por la mitad. Una de las botas del coronel –de cuya caña sobresalía una pantorrilla mutilada– voló hacia la esquina. Radowitsky se dio a la fuga.
Falcón, trasladado con urgencia al Hospital Fernández, empezó a tomar sus primeras lecciones de arpa unos minutos después. Y Lartigau, a la hora.
En tanto, perseguido por vecinos –siempre hay vecinos en estos casos–, Radowitsky intentó quitarse la vida con un tiro en el tórax. Pero la bala solo le rozó el pecho. Así fue entregado a la policía. Y terminó en la comisaría 15ª. Allí lo torturaron con saña, Sin embargo, él se mantuvo en silencio, sin soltar los nombres de los tres compañeros que lo ayudaron.
Después lo salvó de la pena capital un milagro: la súbita aparición –en manos de su tío, el rabino Moises Radowitsky– de su partida de nacimiento, que especificaba su minoría de edad. De modo que fue enviado a la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Pero un intento de fuga determinó su destino final al presidio de Ushuaia.
Rejas y sombras
Corría la soleada mañana del 25 de mayo de 1910 y la Avenida de Mayo era el epicentro de los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo. El griterío de la multitud tornaba inaudible la música militar que intentaba marcar el paso de las tropas. Éstas, casi en cámara lenta, desfilaban ante un inmenso palco sobrecargado con escudos y banderas.
Allí, envuelto en un frac acaso demasiado grueso para aquella época del año, estaba el presidente José Figueroa Alcorta junto a la infanta de Borbón, quien asistía en representación de su sobrino, Alfonso XIII, el rey de España. También se encontraba el mandatario chileno Pedro Montt. Y en una segunda hilera, los embajadores de 50 países, además del gabinete nacional en pleno, algunos purpurados y un puñado de jefes militares.
Fue notable que, al concluir la parada castrense, esas altas autoridades nacionales y los dignatarios extranjeros se llevaran una mano a la altura del corazón para rendirle un minuto de silencio al malogrado Falcón. Su ajusticiador supo de ello a fines de ese año, al llegar a él un recorte ya amarillento del diario La Nación, traído a escondidas por otro ácrata recién arribado a Ushuaia.
Por esos días, para la clase obrera, Radowitzky era un bronce viviente. Pero para los carceleros era la encarnación del Mal.
De modo que se esforzaban en hacérselo sentir. En ese sitio, ideado por la criminología positivista como la maquinaria de castigo perfecta, Radowitzky era maltratado en forma tenaz y selectiva.
Un ejemplo de ello fue que, en cada aniversario del ajusticiamiento de Falcón, debía padecer 20 días de aislamiento en un “buzón”, a pan y agua, en medio de una absoluta oscuridad.
Sin embargo no solo se convirtió en el líder del Pabellón I (que alojaba a los anarquistas) sino también de los presos comunes.
En 1918 comenzó a madurar un plan de fuga. Un emprendimiento más utópico que el de una sociedad sin clases sociales, puesto que ningún preso había logrado huir de allí sin ser rápidamente recapturado en los alrededores del penal, cercado por el hambre, el frío y la geografía del fin del mundo.
De ese plan no fue ajena una red de militantes ácratas ni el director del diario Crítica, Natalio Botana, quien financió la aventura.
Ellos se las ingeniaron para hacerle llegar un uniforme de carcelero. Así pudo salir disfrazado por el portón principal del presidio. Los presos notaron que ya no estaba allí, pero sin decir nada. De modo que recién a la noche siguiente las alarmas del penal comenzaron a sonar.
Para ese entonces, Radowitzky ya había atravesado la calle principal del pueblo, y se encaminaba a campo abierto hacia la bahía Golondrina, próxima al Canal del Beagle, donde lo aguardaba una goleta, a la que pudo subir.
Pero, ya cerca de Punta Arenas, esa nave fue detectada por carabineros chilenos. Aún así, Radowitsky se arrojó al mar, logrando nadar hasta la costa, donde pudo ser recogido por otros compañeros. Con ellos permaneció algunos días, hasta que –bajo la errónea creencia de que su búsqueda se había enfriado– retomó su repliegue. Fue en tal circunstancia cuando los carabineros dieron con él.
Lo cierto es que ningún evadido de Ushuaia había llegado tan lejos. La fama de sitio inexpugnable que hizo célebre a ese presidio se había quebrado para siempre.
En 1930 fue indultado por el presidente Hipólito Yrigoyen, en parte por la campaña de Crítica. La medida incluía su expulsión del país.
Uruguay fue entonces su país de residencia temporal, que él estiró más de lo debido. Por esa razón fue a parar unos meses tras las rejas. Entre idas y venidas, Radowitsky permaneció en la Banda Oriental hasta 1936.
Su siguiente destino fue España. Allí, durante la Guerra Civil, se enroló en las Brigadas Internacionales. Y fue combatiente en el Frente de Aragón con la 28ª División del Ejército Republicano, integrado por anarquistas.
Ya finalizada la guerra, fue recibido con los brazos abiertos en México por el presidente Lázaro Cárdenas. Allí, en el país azteca, por vez primera pudo encontrar algo parecido a “su” lugar en el mundo.
Simón Radowitsky, el hombre que enfrentó al peligro en casi todas sus formas, falleció el 4 de marzo de 1956 por culpa de un corazón desbocado.
Fuente: Télam.